Durante los debates sobre la legalización del aborto, los representantes de variadas posiciones insistieron en la necesidad de incluir educación sexual en las escuelas. En el año 2006 había sido aprobada la ley de Educación Sexual Integral y, después de más de diez años, todavía no se aplicaba en un gran número de escuelas. Era la oportunidad de avanzar en ese sentido. No obstante, cuando ello comienza a producirse surgen incidentes y disputas vinculados a su aplicación. Así, pasamos del acuerdo al desacuerdo. Quedó en evidencia una cuestión común en los intercambios comunicativos, generalmente ocurre que damos por sentado el significado de los términos que usamos. Uno de los principales motivos por lo que esto sucede es que si quisiéramos dilucidar, más o menos refinadamente, aquello que queremos decir o que estamos escuchando, nuestras interacciones en la vida cotidiana se tornarían agotadoras. Cuando se debaten, aprueban y reglamentan leyes, por más horas que nuestros legisladores discutan tratando de acordar y compartir significados, también el lenguaje exhibe su opacidad. Y lo hace aún con mayor intensidad en las situaciones en las cuales se ponen en acto las políticas implicadas en las leyes. Lo interesante del asunto es que si nos damos cuenta que disentimos es porque podemos entendernos. Pero, para seguir especificando las posiciones es necesario el trabajo de la argumentación.
Se dice que en esa asignatura se tratan cuestiones que no tienen que ver con lo que debiera enseñarse, a pesar de que hay cuadernillos del Ministerio de Educación que los docentes deben seguir. Aún así, debo admitir que más de una vez he disentido con lo que le han enseñado a mis hijos en la escuela; por ejemplo, en historia argentina contemporánea, o en el tratamiento dado a cuestiones centrales como el sentido de la vida o el origen del universo. He fijado mi posición ante mis hijos en casa y, cuando he podido, con los docentes.
Lo particular del caso de la implementación de la educación sexual en las escuelas es que ha surgido una línea de opinión que se opone a consensos ya establecidos en nuestra sociedad nacional, los cuales son sumamente necesarios para la orientación de las políticas públicas. Demás está decir que en tanto corresponden al ámbito de lo público, como lo común y lo compartido, esos consensos son paralelos e independientes de creencias religiosas, culturales u otras de carácter particular. Tal como debe ocurrir siempre con los acuerdos necesarios para la propuesta e implementación de todas las leyes, en este caso como en tantos otros, en un estado laico de una sociedad nacional plural.
Los consensos ya asumidos, palabras más palabras menos, se sustentan en los principios fundamentales de la constitución del Estado Nacional Argentino que debió enfrentar los embates propios de la tradición, como todos los estados nacionales modernos.
La constitución del Estado Moderno se desarrolló a pesar de las redes de parentesco, de linaje, tribales y hasta caudillescas que organizaban la vida privada y las relaciones de lealtad del mundo social. Sabemos que ellas perviven en el mundo íntimo y privado de las relaciones cotidianas, y, a veces, no tan cotidianas; pero, históricamente, la modernidad y, en su marco, el estado como el poder público que representa el orden político moderno, tuvo como misión desanclar de esos espacios de fuerzas locales a quienes vivían en el territorio que debía administrar. Sus desmanes se hicieron bajo la promesa del otorgamiento de la ciudadanía. Una condición poderosa que igualaba ante la ley liberando a los humanos de su territorio nacional de los poderes fundados en jerarquías vinculares de lealtades de variado tipo. No obstante, el mundo patriarcal, tal como todavía existe hoy, en nuestra época, toma la forma de esos poderes.
Si el estado moderno liberal nos liberó de aquellos yugos pero nos ha subyugado a redes económicas de poder, sometiéndonos a la producción y el consumo, es otra batalla que debemos enfrentar. Pero ésta es “otra” cuestión que se debate al mismo tiempo; no es la misma.
Quienes se amparan en la tradición para oponerse a la educación sexual integral en las escuelas suelen usar como contraargumento que las dos cuestiones van de la mano. Sostienen que el logro de los derechos a la identidad de género se asienta en el proceso de individualización y diferenciación que promueve el tipo de mercado del momento actual del capitalismo. Como bien ha argumentado Nancy Frazer, el derecho al reconocimiento de la identidad de género es uno y diferente al de la distribución de la riqueza y no hay porqué optar por uno u otro. O bien, son dos luchas que se llevan adelante al mismo tiempo, o bien, el logro del reconocimiento de las diferencias allana el camino para mejorar la distribución de la riqueza; las mujeres algo sabemos de eso. En otras palabras, un estado moderno está obligado a otorgar y hacer respetar la condición ciudadana de sus habitantes, sin tener en cuenta sus diferencias posibles de raza, religiosas, culturales, sociales y de género.
Sólo la ampliación permanente de la condición ciudadana permite mantener la utopía de los reclamos por el logro de la igualdad, en el ámbito de una sociedad nacional plural. A la escuela le corresponde el papel de formar personas capaces de participar en el espacio público; es decir, ciudadanos que reconozcan, asuman y defiendan sus derechos y aprendan a aceptar sus obligaciones. En la educación sexual integral se involucran importantes derechos y deberes vinculados a la salud, a las relaciones con los demás, a la aceptación de si mismos y de los otros.
Mabel Grillo
* Publicado en diario Puntal de Río Cuarto, 7 de diciembre de 2018. Pg.2