Antes de que se cumplan las treinta horas del asesinato de una mujer por ser mujer morirá otra por el mismo motivo. Cuando esto ocurre, y está ocurriendo en la actualidad, la explicación individual no explica nada.

Porqué? Porqué tantos hombres matan a mujeres? Esta gran pregunta tiene una primera respuesta que es muy obvia: lo hacen porque pueden. La pregunta que sigue requiere una respuesta bastante más compleja: porqué pueden? , cuál es la fuente de energía que alimenta ese poder? Cuando el asesinato es masivo, cuando escapa al caso que rompe la regularidad, cuando se naturaliza de manera tal que cada asesino asume su destino, casi como si no hubiera otra salida, y cada mujer que muere, aún imaginando ese final, tampoco pudo evitarlo, se está cumpliendo un mandato. En cada uno de estos asesinatos, victimarios y víctimas cumplen un mandato social. Y la sociedad no es nada abstracto: son los padres y las madres, son los socios y compañeros de trabajo, los amigos del club – del country o de un barrio cualquiera-, la cancha de fútbol y la publicidad, la iglesia, la escuela y los medios; somos cada uno de nosotros y los hombres y mujeres con los que trabajamos, estudiamos y nos divertimos; todos, actuando al consuno sin que la inmensa mayoría se dé cuenta. Como numerosos problemas sociales, la muerte de las mujeres es consecuencia no buscada pero lograda por éstos y tantos otros engranajes por los cuales circula la vida social. Son instituciones y personas de donde emana el poder que autoriza y posibilita el asesinato.

Cada uno de nosotros puede pensar: yo no hice nada, no dije nada, no ayudé a nadie; es más, estoy totalmente en contra de que ello pase. Todos podemos pensar y decir algo parecido, pero la información que circula, devela y muestra la dimensión de un fenómeno que ya no puede ocultarse, nos impide la inocencia.

Las ciencias sociales han explicado de diferentes maneras este proceso que lleva a una sociedad a matar sus mujeres. En general, estas respuestas giran alrededor de la resolución violenta de la tensión generada en lo social entre el principio igualitario universal legado por la modernidad y las estructuras del poder jerárquico, construidas y consolidadas históricamente. Me detendré sólo en dos de esas explicaciones, pues son las que vemos más frecuentemente reproducidas de manera simple en el discurso corriente.

La primera y común explicación es de corte histórico y entiende a estas mujeres muertas por sus parejas, ex-parejas, novios, ex-novios, amantes y ex- amantes como el precio que paga la retaguardia por los avances y conquistas de una vanguardia que obtuvo los logros que obtuvo a partir de las luchas feministas de los sesenta. Otra interpretación, siguiendo un modelo antropológico de las relaciones entre hombres y mujeres, asienta la cuestión en la diferencia que hay entre las dádivas y los tributos. Las primeras son propias de pares que, siendo hombres y mujeres, mantienen intercambios y se realizan favores cotidianos. El tributo, en cambio, es necesario para mantener el orden simbólico patriarcal y compensa el honor del hombre dañado por la demanda y la concesión igualitaria. Generalmente, la intimidad es el ámbito apropiado para que el hombre obtenga esa compensación que puede ser violenta.

Dedicaré unos párrafos a la primera explicación. Con Simone de Beauvoir, y muchas otras pensadoras feministas de su época, aprendimos que no nacíamos mujeres sino que nos “hacíamos” mujeres; es decir, que podíamos ser de otro modo. Simplificando: podíamos hacernos más autónomas en nuestras relaciones con los hombres. Podíamos ser madres, parejas, hijas, hermanas y amigas tal como ellos podían ser padres, parejas, hijos, hermanos y amigos. Podíamos ser todo eso de muchas maneras posibles en condiciones de igualdad, sin sometimiento ni subordinación, en una relación libre con el otro sexo. Ya no queríamos ser “El segundo sexo”, como se llamó la obra pionera de Simone de Beauvoir, escrita en 1949 y leída hasta el cansancio por las feministas de los sesenta. Mucha discusión, debate y lucha ideológica llevó esta etapa de la “liberación de la mujer”, como se llamó la cuestión en la segunda mitad del siglo XX. Los cambios culturales son lentos y siempre van junto a los económicos y políticos. Se sostiene, también, que en realidad las mujeres “nos liberamos” para sumar nuestra fuerza de trabajo a un capitalismo que en aquella época nos necesitaba pero que ahora parece no necesitarnos tanto. Quizás, sea por esto que algunas mujeres de los sectores acomodados y más jóvenes están volviendo al hogar de la mano de dietas familiares alimentarias complejas, de la nutrición materna, de la crianza personal de los hijos, lenta y contemplativa, entre otras prácticas hogareñas que llevan tiempo y dedicación gozosa. Pero, si así fuera, imagino que ya no vuelven como si no hubiera pasado nada. Aquí no tengo espacio para explayarme sobre el regreso al hogar de estos grupos.

Sea cual fuera la razón última, si es necesario que ella exista, lo cierto es que nosotras, en términos genéricos, ya estamos en la calle. Pero todos los logros y derechos conseguidos por las mujeres demandan un entrenamiento en nuestras relaciones con los hombres que no alcanzó a todas las mujeres, más allá de sus condiciones, de clase y de cualquier otro tipo. Estar alerta y expectante frente a “demasiado amor”; mirar “de frente y a los ojos con firmeza” al hombre que levanta por primera vez la voz, porque rápidamente el sonido puede transformarse en golpe; trabajar “afuera de la casa” para no depender económicamente de nuestros padres o parejas, porque el manejo del dinero multiplica el poder del hombre; no ser exclusivamente madres amorosas y dedicadas porque es una engañosa meta con la que los hombres nos mantienen encerradas y poseídas. Éstas y muchas otras máximas por el estilo eran moneda corriente en los movimientos de mujeres del siglo pasado.

La voz corrió y nutrió las expectativas de vida de muchas mujeres. Algunas, por los más diversos motivos que también aquí dejaremos de lado, no están alertas para la necesaria lucha cotidiana que estas conquistas aún implican. La revolución permanente en los hogares, en los lugares de trabajo, en la calle, exige ciertas habilidades y competencias interactivas difíciles y a veces imposibles de seguir cuando el golpe ya ha iniciado su movimiento sin regreso. Como se dice repetidamente, pero no por eso es mentira, lo más difícil de esta lucha es que la mayoría de las veces se pelea con personas que se quieren. Y también el amor fue pintado de manera perfecta para la dominación de los hombres sobre las mujeres. Así, en este escenario complejo y contradictorio de emociones, las luchas por la liberación de la mujer requieren de una gran astucia táctica y estratégica para la disputa diaria por parte de las mujeres. Convivir “de igual a igual con amor y sin violencia” es un duro objetivo cuando la materialidad del poder, es decir, toda la carga de los dados, está del otro lado. Permanecer manteniendo la dignidad en un ámbito doméstico dominado por un estado pre-político de capacidad para la lucha por la igualdad lleva a la mujer a ser golpeada o asesinada con o sin aviso. La explicación del sacrificio de las retaguardias por los logros de muchas es muy dolorosa; especialmente porque pone en el pensamiento utópico por la igualdad la responsabilidad por la inocencia de quienes mueren, sin las armas necesarias, en las disputas propias de sus relaciones con los hombres.

Otra explicación, es de corte antropológico y también subyace, aunque de manera enmascarada y simplificada, en un discurso social de gran circulación. Podría denominarse con sencillez: el asesinato por honor. Siguiendo de manera general la propuesta de Rita Segato, expuesta en su libro “Las estructuras elementales de la violencia” escrito en 2003, podemos inscribir las relaciones entre hombres y mujeres en un gráfico de dos ejes. En el eje horizontal prima la dádiva como parte del contrato entre ambos: se da, se regala, se ofrece al otro en el marco de un sistema igualitario. El eje vertical, en cambio, es definido por el tributo que exige compensación de valor porque “en los hechos”, efectivamente, hay desigualdad. Las demandas y presiones en el eje horizontal exigen recompensa fuerte en el eje vertical Así, la propia integridad y hasta la vida se tributa por parte de la mujer y se extrae por parte del hombre, para mantener el orden simbólico que garantiza y recicla el principio patriarcal. En otras palabras: la igualdad contractual o las presiones hacia ella lesionan el honor, como gran disfraz del poder en el sistema jerárquico patriarcal, que debe ser resarcido.

Las mujeres somos parte del entramado enfermo y debemos asumirlo como género logrando que cualquier explicación dé cuenta del pasado. Días atrás escuché a Esther Díaz, una reconocida profesora de la UBA e investigadora del CONICET, ya jubilada, relatando por televisión el sufrimiento y la humillación que la acompañó gran parte de su vida joven por ser una mujer golpeada. En su exposición, retomó a Primo Levi cuando dijo que la ignominia del que ejerce impunemente el poder “contamina la inocencia de las víctimas” y por ello, Ester Díaz expresaba que “en esos días” ella “se sentía deleznable”. En otras palabras, la mirada del victimario cargada de una energía social consagratoria, aunque mil veces sea negada, había logrado vencerla. Ella no podía dejar de verse como en los ojos de ese hombre golpeador veía que la veían.

Ni una más debe ser asesinada. Pero para ello tenemos la obligación de deshacer el mandato social, desatado en los orígenes de nuestro tiempo, mientras apuramos la acción.

Estamos ante un tipo de víctima muy particular y las urgencias son varias. Pienso que, a largo plazo, es prioritario disputar palmo a palmo el sentido de los afectos y las emociones como el amor, el cuidado, el deber, el honor, entre muchos otros. Ellos, tal como hoy se entienden, se expresan y se reclaman en las relaciones entre hombres y mujeres son nutrientes profundos del terreno sobre el que pisa, se asienta y mantiene el poder violento. Son estos mismos sentimientos los que en muchos casos llevan a demorar la reacción y la huída de las mujeres de la relación y el hogar violentos. Al mismo tiempo, y a corto plazo, debemos multiplicar los espacios físicos adonde puedan ir aquellas que huyen a tiempo. Si no pueden esconderse, muchas son perseguidas y alcanzadas. Además, si las mujeres en peligro conocen la existencia de un lugar adonde pueden ir, quizás mejoren las condiciones para que venzan los miedos y tomen la decisión necesaria de alejarse a tiempo.

Cuántas horas faltan para que la próxima mujer muera asesinada? Debemos develar con fuerza y cierto descaro, porque no hay tiempo para remilgos, la trampa en la que estamos: nos matan por ser mujeres y eso es lo que somos. En consecuencia, si no reaccionamos, nos seguirán matando. Nos reclama la vida de aquellas que ahora, en este momento, están siendo golpeadas, humilladas y violentadas.

Mabel Grillo
* Publicado originalmente por la Editorial UniRío de la Universidad Nacional de Río Cuarto, en el mes de setiembre del año 2015. Ha sido distribuido repetidamente en las marchas NI UNA MENOS realizadas en la ciudad de Río Cuarto.