En los últimos tiempos en nuestro país se generó una discusión entre mujeres conocidas en el mundo de la televisión y el espectáculo que implica una interesante y controversial temática enfrentada por las mujeres en nuestras luchas por la igualdad. La cuestión es la exhibición de nuestro cuerpo desnudo en el espacio público. En principio, parece un tema liviano y de escaso interés para las mujeres en general; propio de ciertas y reducidas esferas de actuación. Sin embargo, a poco que reflexionemos advertimos que está en el centro de los debates del feminismo desde sus orígenes.
La última polémica surgió cuando algunas mujeres del espectáculo expresaron que exhibir su cuerpo desnudo o escasamente cubierto en poses al menos llamativas, si no eróticas, en las redes, los medios y otros escenarios del espacio público era una demostración de poder y libertad. Quienes las cuestionaron, palabras más, palabras menos, opinaron que las imágenes y actuaciones de ese tipo no indican nada parecido a un “empoderamiento” de la mujer sino que expresan un signo de esclavitud, en tanto refuerzan su papel como objeto de consumo.
Jimena Barón, actriz y cantante popular, que representa la posición criticada acusó a quienes la enjuician negativamente de practicar un feminismo selectivo, porque la incluirían si siguiera cocinando y limpiando su casa. Les aconseja: “vivir su vida y dejar a las demás en paz cuando son felices sin molestar a nadie, porque la libertad consiste en que cada uno sea como quiera” 1. Desde esta visión, las luchas de la mujer también incluyen la pelea por la libertad de poder disponer de su cuerpo casi desnudo en el espacio público. Si hilamos fino, podríamos interpretar que en estas actuaciones y en sus justificaciones yace un desafío a la concepción “sagrada” del cuerpo femenino, constitutiva de la represión del goce por parte de la mujer y, al mismo tiempo, sostén de la demanda tradicional masculina de pureza.
Es muy difícil no coincidir con ambas posiciones. Es verdad que el cuerpo de la mujer es un objeto preciado de consumo y su exhibición erotizante en el espacio público acentúa ese carácter. Entonces, cuando mujeres bien proporcionadas, ajustadas al modelo dominante de belleza corporal, muestran públicamente su cuerpo casi desnudo resaltando sus partes más deseables – en consecuencia más valoradas en el mercado- están estimulando el deseo del otro para ser consumidas, aunque sea imaginariamente. No obstante, podemos preguntarnos: estas actuaciones provocarán o aumentarán el deseo de posesión, uso y apropiación del cuerpo de las mujeres por parte de los hombres?. Podríamos prever que solamente es posible que ello ocurra en algún tipo de relaciones, mantenidas por determinados hombres y mujeres, bajo determinadas circunstancias. Conocer las respuestas a estos interrogantes y dudas nos permitiría actuar estratégicamente de manera anticipada. Pero, aunque cualquiera de las variantes de estas sospechas tenga sentido, no lo sabemos, no podemos confirmarlo.
Quienes exhiben su cuerpo sostienen que la libertad que experimentan y practican es una demostración de poder y autonomía que va de la mano de la libertad en general, incluida la de las mujeres, para no estar limitadas en esas actuaciones. Podríamos extender la interpretación diciendo que para estos casos, la libertad puede expresarse justo ahí, en el cuerpo, como un revulsivo o una revancha por esa carne sometida y violentada de muchas mujeres del mundo. ¿Será posible que estén dando un grito de confianza y poder en nombre de la libertad de acción de ellas mismas y, más aún, de las mujeres en general?.
Quienes se oponen a esta posición consideran que, más allá de las interpretaciones propias de mujeres individuales, la exhibición de un cuerpo erotizante aproxima más a la mujer a un objeto de uso y consumo, alejándola del lugar de una persona que demanda igualdad de derechos en el tratamiento social. En estos términos, las luchas por la igualdad deben posponer, – o anular- no lo sabemos, el ejercicio de esa libertad. En todo caso, la libertad específica de mostrar el cuerpo, haciendo exhibiciones públicas que pueden erotizar la sensibilidad ajena, demoraría y entorpecería el logro de la igualdad buscada.
La complicación que presenta esta perspectiva es, como siempre que se cuestiona la corrección moral de las prácticas, cuál es el límite de la prohibición y quién lo marca?. Concretamente: cuál es el largo de la pollera adecuado?, cuál es el movimiento permitido?, qué contorneo responde a seducir para el consumo y cuál nos mantiene en el debido lugar?, hasta dónde las mujeres pueden mostrar los senos y la cola?. Y todo: en qué situaciones?. Nunca, a veces, cuándo, adónde?. Son cuestiones de límites nada intrascendentes porque es en los límites, donde se instauran las libertades; siempre, en los límites. Un modo casi obvio de enfrentar la cuestión de fondo de este debate sería ubicarlo en el escenario de la eterna lucha entre la igualdad y la libertad; cuando luchamos por la igualdad siempre debemos hacerlo a costa de nuestras libertades. Será así siempre, en cualquier lugar, en todos los casos?
Nos nombramos mujeres frente al sistema de cosas y frente a los hombres, pero ello no debe oscurecer que hacia adentro, entre nosotras, somos diferentes. Deberíamos aceptarnos diversas en nuestras luchas y rechazar cualquier comisariato autorizado a decidir qué está bien y qué está mal, más allá o más acá del marco de las leyes que nos regulan como ciudadanas. Ser libres con nuestro cuerpo es desacralizarlo, poder hacer de él una parodia del deseo; del deseo del otro, nada natural, igual que la necesidad de mostrarlo. Si ponemos el problema en términos del mercado, también negarse a mostrar el cuerpo erotizado para no convertirlo en objeto de consumo puede llevar a que, en ciertos casos, el valor de su intangibilidad aumente. Es justamente la pureza lo que torna preciados a niños, niñas y adolescentes en el mercado de la trata de personas. Como vemos, si seguimos pensando, la cuestión se torna muy complicada.
También, una visión moralizante del cuerpo femenino, puede llevarnos al extremo de caer en una posición anacrónica. Cuentan que a comienzos del siglo pasado, Isadora Duncan (1877-1927), atravesando algunos límites usuales de la época, forzó la situación que le permitía tener relaciones sexuales por primera vez, para “conocer el amor y despertar a la vida”. Con ese fin fue a un hotel con un tal Beaugnis, reconocido por su osadía en las lides amorosas. Ya en la habitación, ella le confesó su virginidad y él, arrodillado como pidiendo perdón, se negó a avanzar reclamándole “¿porqué no me lo dijo antes?”, para exclamar luego: “Qué crimen iba a cometer!”.2 Obviamente, no estoy pensando que quienes hoy se oponen a que las mujeres pongan en el mercado sus cuerpos en actitudes erotizantes piensen que perder la virginidad en un hotel sea un crimen; tampoco, que conocer el amor sea despertar a la vida, como pensaba Duncan. Sólo intento señalar que cien años atrás algunas mujeres que avanzaron con su cuerpo libremente también encontraran rechazos, hoy impensados.
Por otra parte, si el límite se impone especialmente por el escenario abierto adonde el cuerpo es exhibido, más que en el hecho mismo de su exhibición, puede implicar que debamos mostrarnos recatadas en el espacio público pero podemos estar autorizadas a ser fieras eróticas en lugares privados. El personaje literario y cinematográfico de la mujer “santa” de día y “diablilla” de noche, o a la inversa, se sostiene en una fantasía también erotizante.3
Las luchas de las mujeres son diversas y se orientan a los más variados ámbitos de acción: el laboral, el de los derechos civiles, el hogareño, el de las libertades sexuales, el de sus posibles opciones de género, el de disponer del propio cuerpo para ser madres, entre otros; algunos, todavía no muy claros. Muchas de nuestras demandas, incluso, pueden parecer contradictorias. Y esto es así porque las mujeres somos personas diferentes entre nosotras. No tenemos intereses comunes como un sindicato, ni compartimos un proyecto político nacional, como un partido político. Nos une solamente ser mujeres. La respuesta a lo que esa condición significa no es clara ni en el mundo de la vida, porque la mujer está cambiando, ni en la teoría feminista con sus controversias actuales. Sospecho que la polémica sobre el uso de nuestro cuerpo en el espacio público no puede dirimirse fácilmente por este motivo.
Como ya dije al principio, ninguna de las posiciones en discusión es novedosa. Quienes reclaman exhibir y mostrar su cuerpo libremente, más allá de las sanciones que reciban de otras mujeres y de ser aprovechadas por el mercado global, son una expresión desenfadada y actual de aquel carácter femenino seductor que fuera expresado de manera tanto romántica como malvada en la historia y la literatura. Es la mujer que siempre intenta atrapar al otro, especialmente a los hombres. La figura de Eva con la manzana, es una imagen fundacional de ese modo de ser mujer.
Por otro lado, se mantiene fuerte teóricamente -al menos en el ámbito académico- la corriente feminista que, desde los orígenes del activismo de las mujeres, defiende la idea según la cual la condición de hembra de la especie no aporta nada significativo ni diferente a la de macho. Prioriza la condición humana universal que une a ambos. Desde esta posición, la materialidad del sexo –cuerpos sexuados de la mujer y del hombre- es producida por la repetición de las reglas que la regulan, a veces con violencia. En otras palabras, si imaginamos suspendidas u olvidadas las reglas que dicen qué corresponde pensar o hacer según uno esté sexuado como hombre o como mujer, todos seríamos personas indiferenciadas, aptas de igual manera para interactuar socialmente en cualquiera de los ámbitos en los que nos movemos cotidianamente. Por ejemplo, en esa institución llamada familia, cuyas tradiciones todavía subsisten a lo largo y a lo ancho del planeta, aunque no sabemos si existiría o cómo se podría llamar en ese mundo pleno de olvidos, el pene no significaría la autoridad, ni la norma, ni la ley, ni tampoco la obligación de ser proveedor económico. Igualmente, la vagina no nos retendría en el ámbito doméstico, limpiando, haciendo de comer, ni esperaría de nosotras amor y armonía, mientras cuidamos niños y ancianos. Cualquier persona, hombre o mujer, podría desarrollar sus capacidades y talentos en el campo correspondiente sin sentirse fuera de lugar. En este mundo de olvidos, también, seguramente, habría muchos más hombres amorosos que se encargarían de lo doméstico y muchas más mujeres eficientes y capaces que serían aceptadas y reconocidas en trabajos no hogareños.
Desde esta perspectiva, aquello que nos diferencia orgánicamente fue cargado de significados diferentes, funcionalmente especializados, de manera caprichosa, cómoda o interesada –según se prefiera- por la especie humana en su devenir histórico. Entonces, potenciar el valor de la diferencia corporal sexuada, convirtiéndola públicamente en arma erotizante al servicio del mercado, es un camino que refuerza aquello que nos diferencia, colocándonos en un lugar subalterno en la jerarquía social. “Allí adonde hay diferencias hay jerarquías”, dice un viejo lema del universalismo igualitarista.
He tratado de mostrar que hay razones para resaltar nuestra diferencia con los hombres y también las hay para decir que somos iguales. No obstante, pienso que no debiéramos buscar motivos para no estar juntas en nuestras luchas cotidianas, especialmente en el camino que nos lleve a evitar que nos maten por ser mujeres. Hoy, la urgencia es evitar que nos maten y las estrategias que se derivan de ambas posiciones pueden conducirnos a ese mismo fin fatal. En un caso, por deseo de posesión; en el otro, por mantener o recuperar el poder y la autoridad. Conocemos que en la vida real frecuentemente se entremezclan las prácticas implicadas en ideas y teorías, a veces opuestas; esto quiere decir que en muchos casos las mujeres podemos morir por ambos tipos de razones, al mismo tiempo.
Mabel Grillo
1 Respuesta de Jimena Barón a Julia Mengolini, quien había criticado dichos suyos referidos a su empoderamiento como mujer al usar libremente su cuerpo. Diario La Nación, edición del 25/01/2019
2 Franco, L. (1962) La hembra humana. Ed. Futuro. Bs. As.(pp.191)
3 La Película “Belle de Jour” (1967), con Catherine Deneuve, dirigida por Luis Buñuel, es un ejemplo bien ilustrativo de estas producciones.