Algunos de los textos de este blog fueron publicados en los diarios Puntal de Río Cuarto y La Voz del Interior de la ciudad de Córdoba; otros, en revistas académicas, y varios, estuvieron guardados en mi computadora desde que fueron escritos o, quizás, en un blog fallido que sería casi lo mismo.
Mis dos temas preferidos son los problemas de la mujer, esas cuestiones que surgen de su histórica desigualdad con el hombre, y la política, en el más amplio sentido del término. De la lucha por la igualdad de la mujer frente al hombre me interesan principalmente algunos tópicos. Muchísimas feministas actuales nacimos alrededor de mediados del siglo pasado, un poco antes, un poco después. Por entonces, las estructuras familiares, educativas, religiosas y sociales, en general, tenían todo el peso de la balanza del poder a favor de nuestros hermanos, parejas masculinas y compañeros de trabajo; es larga la historia que desandamos en algunos aspectos y la que aún debemos desandar en tantos otros. Estas mujeres que en la actualidad rondamos los sesenta o ya los pasamos, nos nutrimos en las décadas del sesenta y del setenta del feminismo nacido de los escritos de Simone de Beauvoir y de Betty Friedan. Con ellas logramos “ponerle nombre” a lo que nos pasaba, a nosotras, a nuestras hermanas mayores, a nuestras madres y a nuestras amigas, al malestar de las mujeres. En esos comienzos, en el ambiente cultural de la época, evolucionamos como feministas con vocación pedagógica. Mal o bien, tratábamos de que todas las mujeres fueran feministas. Pensábamos entonces que el feminismo era una etapa previa a la “liberación de la mujer”. Cuando se nos evaluara solamente por nuestra idoneidad y ser mujeres no nos perjudicara a la hora de fijar nuestros salarios, cuando el amor que nos tuvieran se tradujera en el necesario y debido respeto entre iguales, cuando se nos tratara como iguales en relación con los hombres en todos los ámbitos de la vida social, el feminismo desaparecería. Ya no tendría razón de ser. Pero, teníamos claro que eso sólo ocurriría cuando esos logros alcanzaran a todas y cada una de las mujeres de este mundo. Por todo esto, aún hoy, una de mis principales preocupaciones es cómo podemos lograr que cada vez más mujeres se sumen a las demandas del movimiento feminista, que adquieran recursos para plantarse en la vida cotidiana con digna autoridad frente a sus parejas, familias, amigos, jefes o compañeros de trabajo y puedan defenderse a tiempo cuando la ocasión lo requiera.
A veces, algunas cuestiones que ocupan el tiempo del feminismo actual me parecen pueriles, de mal gusto, inútiles o inconvenientes; por ejemplo, ensuciar el frente de una iglesia; no soy católica pero quisiera que más mujeres católicas nos acompañaran. También, me parece poco inteligente cuando se vincula al feminismo con parcialidades políticas; quiero que las mujeres de todos los partidos políticos se sientan representadas en las más diversas acciones feministas como marchas, petitorios, demandas, etcétera. Me molesta que haya mujeres que se perciban excluidas cuando participan de las convocatorias porque no se identifican con las consignas que cantan algunos grupos de militantes partidarios. Algunas de esas mujeres dejan de participar.
También, pienso que el feminismo debe tener como principal objetivo, aunque obviamente no debiera ser el único, luchar en todos los frentes para evitar que sigan matando a las mujeres por ser mujeres. Necesitamos estar en las redes, en los vecindarios, en las agrupaciones comunitarias, en los clubes, en los juzgados, en las sedes policiales, en los colegios de abogados, de médicos. En todos los lugares por los cuales transitan las mujeres marcadas por la violencia.
Nuestra lucha por el logro de relaciones igualitarias con el hombre, antes que nada, nos necesita vivas. Además, para muchísimas mujeres es todo un desafío diario lograr mantenerse vivas sintiendo respeto por sí mismas porque hay estrategias de elusión de la violencia que denigran. Lograr salvar la vida de las mujeres en riesgo es el principal objetivo de cualquier movimiento que luche por los derechos de la mujer. Y luego, no es una quimera, que las mujeres puedan hacerlo manteniendo su autoestima a partir de lograr reglas de respeto, control emocional y cierta afabilidad distante frente a los conflictos con los hombres.
Debiéramos organizar talleres dedicados al empoderamiento de las mujeres en su vida cotidiana porque es allí adonde primero se ven los éxitos y fracasos de las luchas de los movimientos feministas y de mujeres. Estamos fracasando. Hace cinco años que se mantiene la cifra de una mujer asesinada por ser mujer cada 28 o 30 horas. Y no podemos contar las miles y miles de mujeres que no son asesinadas porque se someten a vejaciones físicas, psicológicas y emocionales que destruyen su potencial para proyectar y proyectarse con autonomía en la vida.
Sobre política, me interesan especialmente cuestiones vinculadas a nuestra cultura política. Digo nuestra, por argentina. La cultura de cualquier grupo humano se teje en el tiempo de la historia, de su historia y de la historia de sus relaciones con las demás. Nuestra idea de nacionalidad se construyó sobre una imagen de homogeneidad racial, ideológica y religiosa. Ese impulso original, culturalmente homogeneizante, viajó y viaja en el tiempo hasta nuestros días y se esparce en los más diversos ámbitos de acción de la vida social y política. Pero lo hace especialmente en un ámbito en el que debiera primar el pluralismo. Para decirlo de otra manera: hace tiempo que nos molesta la diferencia ideológica. Los estados nacionales del mundo se organizaron bajo la consigna de la integración de sus sociedades en los más diversos ámbitos. Pero no en todos los casos esa integración implicó guerras, exterminios y ocultamientos. Alguien podría pensar que una sociedad que reniega de la diferencia de ideas, con frecuencia se mostraría dispuesta a los acuerdos. Sin embargo, no siempre es ése el camino elegido. Hay historias, escenarios, condiciones que sólo permiten ver la disputa como camino para evitarla.
Los mismos procesos históricos se elaboran de manera diversa. Nosotros, tenemos pobres, y cada vez más, y a esa realidad la experimentamos como un gran fracaso colectivo. No es una sociedad socialmente igualitaria pero se nos reconoce como una sociedad igualitarista. Es decir que la idea de igualdad social para los argentinos es, en general, un valor importante. No vivimos la pobreza como un destino y nos cuesta creer que haya sociedades en las cuales se la piensa de ese modo. Puedo contar que en una época y en un lugar conocí una sociedad que parecía ver la pobreza de ese modo.
Pero, si bien no podemos eliminar la pobreza, podemos avanzar en la lucha por otras eliminaciones. Hay otros escenarios en los cuales avanzar con nuestras certezas para volvernos iguales parece, sólo parece, más viable. Por ejemplo, en el ámbito de las ideas. Así, en la reiterada negación del otro ideológico, resumimos todo nuestro fracasado deseo de lograr la soñada homogeneidad cultural e igualación social total. La confianza puesta por nuestros fundadores en el gran poder de la idea para moldear conciencias se mantiene intacta, aunque hoy sea difícil actualizar prédicas y arengas en conventos y batallones.
Siempre recuerdo lo primero que me llamó la atención cuando me instalé a vivir en Brasil por unos años: fue el colorido. Las personas se vestían de los más variados colores, algunos muy llamativos, todo resaltaba frente a nuestros colores “pastel bajo control” o “gris consorcio”. Claro que, a diferencia de lo que ocurría en mi país, allá ni se miraban y eso, en mi análisis, era indiferencia. Con el tiempo, esas y otras simplicidades de la vida cotidiana pasaron a constituir las mejores metáforas que encontré para hablar de nuestra cultura política. Específicamente, de esa continua necesidad de apagar, someter o controlar a quienes disienten o apenas se desvían del sentido considerado políticamente apropiado. El factor dotador de fuerza e ímpetu a ese tipo de atenta vigilancia surge de un mandato originado en colectivos parciales que, asumiendo la representación del todo argentino, dan sentido de pertenencia política. En algunos escenarios es fácil percibir intercambios de ideas repetitivas en un clima monocorde, mantenido a raya por un atento patrullaje ideológico practicado por comisarios espontáneos de cada una de aquellas facciones de identificación política.
Una de mis hipótesis favoritas para explicar ese clima del supuesto “debate político” es que nuestra pasión por negar la autenticidad del otro ideológico se sostiene en el amor que heredamos por una homogénea y única manera de imaginar nuestra sociedad. Se nutre en el tiempo, en las luchas que libraron nuestros antepasados por eliminar todas, todas, las diferencias. Y, como en el terreno de la imaginación política siempre hay lugar para percibir una diferencia conflictiva, el escenario político se nos ofrece ideal como campo de combate.
Nuestro poblado desierto actual, ese que queremos conquistar a capa y espada, es el otro ideológico. No lo podemos ver pensando diferente, siempre será un “rebelado” o integrará “malones”. Viviendo como vivimos “nuestro pequeño mundo”, y no puede ser de otra manera, nos cuesta imaginar sociedades o grupos humanos en los cuales la diferencia ideológica no molesta tanto; es más, comúnmente se la da por sentada. En una época no muy lejana he vivido en una sociedad que, con sus éxitos y fracasos, hacía que eso fuera posible. Algo creo haber aprendido sobre nuestro modo de enfrentar el disenso y sobre nuestros pocos éxitos y muchos fracasos en la cuestión.
De cualquier manera, apenas puedo esbozar mi interpretación de esas disputas por la homogeneización ideológica; apenas, sin llevarla muy lejos. Si me largo al combate en su contra me estaría sumando a la misma cantinela que estoy denunciando. Mi objetivo se reduce a mostrar mi pena por lo que considero una barrera a la creatividad en el debate político, siempre necesario para superar nuestros problemas.
Queda en suspenso la respuesta a una pregunta que encierra una sospecha ilusionada: ¿el anverso de esta moneda, cuyo reverso cuestiono, no esconde acaso una disposición positiva sobre la relación entre las partes y el todo social, bastante generalizada en nuestra población? Esta tensión aparentemente contradictoria entre creencias opuestas, entre la negación y el reconocimiento del otro ideológico, es lógicamente compatible y culturalmente posible, en la medida que condiciones, contextos y escenarios diferentes movilizan una u otra de las caras del mismo dispositivo movilizador de nuestros deseos de uniformidad. La cara reversible de la negación del otro ideológico se nos podría ofrecer cuando, en raras ocasiones, hay puntos de acuerdo. En estos casos la maquinaria deseante de la igualación se pondría a trabajar para festejar el encuentro de todas las partes. Han de ser raras instancias, en las cuales, muchachos y muchachas, nos sentimos campeones. Desarrollar esta hipótesis, subsidiaria de la anterior, es bastante trabajoso, especialmente por su singularidad en el campo histórico y la necesidad de salir del anecdotario nacional. Siempre queda para una ocasión pendiente.
Cuando escribo pienso en quien me gustaría que me leyera. Imagino a mi lector preferido como alguien dispuesto a dudar, a preguntarme, incluso a cuestionar lo que está leyendo. Mis textos son, apenas, piedritas que tiro al aire para ver si juntos podemos “volar como el zorzal en primavera” buscando elevarnos y, al mismo tiempo, profundizar la comprensión de debates siempre pendientes. Este blog busca un diálogo y si logro que alguien responda al perfil de mi lector preferido, aquí lo espero.
Mabel Norma Grillo
Marzo 2023