Para vivir debemos convivir y convivir implica vivir con quienes tienen deseos, opiniones, valores, y creencias diferentes. En democracia, la política organiza la convivencia de esa pluralidad a través de filiaciones partidarias diversas que concitan las identificaciones de los ciudadanos. Todas las identificaciones nos caracterizan y nos diferencian de otros. La identidad personal, la identidad de género, la nacional, la religiosa, etcétera, nos dan seguridad y lugar en el mundo, a costa de diferenciarnos. Según la nacionalidad, somos argentinos no chilenos ni brasileños, según la religión podemos ser judíos y no católicos. Cara y anverso del mismo proceso, ser uno y no ser el otro es una dimensión indivisa de nuestras identificaciones.

El acento puesto en la dimensión negativa, aquella que nos diferencia, en las identificaciones políticas actuales, requiere extremar nuestra atención sobre el modo en el que podemos viabilizar de mejor manera la confrontación permanente.

Cuando intensificamos el sentido negativo de nuestras identificaciones políticas invalidando lo que “no somos”, lesionamos el principio democrático que demanda la aceptación de la representación de las diferencias político partidarias en la discusión pública de los intereses de todos. Vale repetir que esa representación debe darse con la presencia activa de los diferentes partidos y sectores de interés y opinión en los debates públicos y en la conformación, el respeto y el libre funcionamiento de los poderes del estado, siguiendo formas que sin buscar la eliminación de las diferencias permiten la convivencia.

En nuestros países latinoamericanos, durante varios años, despreciamos la democracia como sistema de gobierno. La acusación común al sistema democrático era su “mero formalismo”; los contenidos de “orden conservador” o de “transformación revolucionaria” eran prioritarios a esa forma de organización política, a veces muy deliberativa, que presenta el funcionamiento de las instituciones democráticas. Pero “llegó la noche” y comprendimos que las formas no eran “meras” formas sino que allí residía el gran valor de la democracia. Aprendimos que sin democracia la forma es cruel. Son las formas de la democracia las que tornan posible y legítima la acción, sin negar las diferencias políticas irreductibles. Sin el respeto a esas formas, se tiende al totalitarismo.

Dicho sea al pasar, aún en democracia, el periodismo conoce bien esa aspiración permanente a la ocupación total del sentido de la conversación en el espacio público. Las persecuciones y escraches a periodistas, el espionaje de sus actividades y los aprietes en general de los que pueden dar cuenta numerosos periodistas, son parte de ese juego de amagues totalitarios. Como contracara, la extrema susceptibilidad de algunos periodistas a la crítica de sus críticos también indica escasa aceptación al desacuerdo. Además, las redes virtuales prestan un escenario en el que se exhibe con transparencia el tufo autoritario que, también, anima a un gran número de ciudadanos.

Nuestra nacionalidad, como otras, tiene una historia de ambiciones totalitarias. No se construyó con las diferencias culturales existentes ni aceptó con facilidad que los inmigrantes practicaran espontáneamente sus tradiciones. Compartimos esa historia; otro aspecto constituyente de las identidades. El blanqueamiento o el mestizaje acelerado, muchas veces a la fuerza, cuando la religión y la educación no alcanzaron, fue una de las estrategias de aculturación de la pluralidad y de consolidación de una Argentina imaginada culturalmente homogénea y naturalizada como un logro. Cabe preguntarnos si la fuerza de esas formas de negación de las diferencias culturales se diseminó en la cultura política local produciendo identificaciones partidarias que niegan el pluralismo, al estar embebidas de aquel deseo original que en política implica la pasión por un acuerdo total imposible.

No obstante, la grieta político partidaria deja al descubierto una debilidad constitutiva de las identificaciones negativas: nadie es solamente contra el otro y sin el otro. Aquello que nos diferencia es parte de lo que somos; necesitamos la diversidad. Cuando nos absolutizamos –“tomamos todo”- saturamos la paleta de colores y nuestra tonalidad comienza a esfumarse, a centrifugarse, arremolina hacia adentro. La diversidad negada hacia el exterior busca el interior; entonces, ya no somos uno sino varios u “otra cosa”.

Si aceptamos las formas de la democracia para encauzar nuestros antagonismos, la política es la única herramienta que tenemos para hacer posible una convivencia sin exclusiones que nos permita imaginar y actuar en nombre de futuros posibles.

Mabel Grillo
* Publicado en La voz del Interior, 24 de julio de 2020