Polémicas feministas

En los últimos tiempos en nuestro país se generó una discusión entre mujeres conocidas en el mundo de la televisión y el espectáculo que implica una interesante y controversial temática enfrentada por las mujeres en nuestras luchas por la igualdad. La cuestión es la exhibición de nuestro cuerpo desnudo en el espacio público. En principio, parece un tema liviano y de escaso interés para las mujeres en general; propio de ciertas y reducidas esferas de actuación. Sin embargo, a poco que reflexionemos advertimos que está en el centro de los debates del feminismo desde sus orígenes.

La última polémica surgió cuando algunas mujeres del espectáculo expresaron que exhibir su cuerpo desnudo o escasamente cubierto en poses al menos llamativas, si no eróticas, en las redes, los medios y otros escenarios del espacio público era una demostración de poder y libertad. Quienes las cuestionaron, palabras más, palabras menos, opinaron que las imágenes y actuaciones de ese tipo no indican nada parecido a un “empoderamiento” de la mujer sino que expresan un signo de esclavitud, en tanto refuerzan su papel como objeto de consumo.

Jimena Barón, actriz y cantante popular, que representa la posición criticada acusó a quienes la enjuician negativamente de practicar un feminismo selectivo, porque la incluirían si siguiera cocinando y limpiando su casa. Les aconseja: “vivir su vida y dejar a las demás en paz cuando son felices sin molestar a nadie, porque la libertad consiste en que cada uno sea como quiera” 1. Desde esta visión, las luchas de la mujer también incluyen la pelea por la libertad de poder disponer de su cuerpo casi desnudo en el espacio público. Si hilamos fino, podríamos interpretar que en estas actuaciones y en sus justificaciones yace un desafío a la concepción “sagrada” del cuerpo femenino, constitutiva de la represión del goce por parte de la mujer y, al mismo tiempo, sostén de la demanda tradicional masculina de pureza.

Es muy difícil no coincidir con ambas posiciones. Es verdad que el cuerpo de la mujer es un objeto preciado de consumo y su exhibición erotizante en el espacio público acentúa ese carácter. Entonces, cuando mujeres bien proporcionadas, ajustadas al modelo dominante de belleza corporal, muestran públicamente su cuerpo casi desnudo resaltando sus partes más deseables – en consecuencia más valoradas en el mercado- están estimulando el deseo del otro para ser consumidas, aunque sea imaginariamente. No obstante, podemos preguntarnos: estas actuaciones provocarán o aumentarán el deseo de posesión, uso y apropiación del cuerpo de las mujeres por parte de los hombres?. Podríamos prever que solamente es posible que ello ocurra en algún tipo de relaciones, mantenidas por determinados hombres y mujeres, bajo determinadas circunstancias. Conocer las respuestas a estos interrogantes y dudas nos permitiría actuar estratégicamente de manera anticipada. Pero, aunque cualquiera de las variantes de estas sospechas tenga sentido, no lo sabemos, no podemos confirmarlo.

Quienes exhiben su cuerpo sostienen que la libertad que experimentan y practican es una demostración de poder y autonomía que va de la mano de la libertad en general, incluida la de las mujeres, para no estar limitadas en esas actuaciones. Podríamos extender la interpretación diciendo que para estos casos, la libertad puede expresarse justo ahí, en el cuerpo, como un revulsivo o una revancha por esa carne sometida y violentada de muchas mujeres del mundo. ¿Será posible que estén dando un grito de confianza y poder en nombre de la libertad de acción de ellas mismas y, más aún, de las mujeres en general?.

Quienes se oponen a esta posición consideran que, más allá de las interpretaciones propias de mujeres individuales, la exhibición de un cuerpo erotizante aproxima más a la mujer a un objeto de uso y consumo, alejándola del lugar de una persona que demanda igualdad de derechos en el tratamiento social. En estos términos, las luchas por la igualdad deben posponer, – o anular- no lo sabemos, el ejercicio de esa libertad. En todo caso, la libertad específica de mostrar el cuerpo, haciendo exhibiciones públicas que pueden erotizar la sensibilidad ajena, demoraría y entorpecería el logro de la igualdad buscada.

La complicación que presenta esta perspectiva es, como siempre que se cuestiona la corrección moral de las prácticas, cuál es el límite de la prohibición y quién lo marca?. Concretamente: cuál es el largo de la pollera adecuado?, cuál es el movimiento permitido?, qué contorneo responde a seducir para el consumo y cuál nos mantiene en el debido lugar?, hasta dónde las mujeres pueden mostrar los senos y la cola?. Y todo: en qué situaciones?. Nunca, a veces, cuándo, adónde?. Son cuestiones de límites nada intrascendentes porque es en los límites, donde se instauran las libertades; siempre, en los límites. Un modo casi obvio de enfrentar la cuestión de fondo de este debate sería ubicarlo en el escenario de la eterna lucha entre la igualdad y la libertad; cuando luchamos por la igualdad siempre debemos hacerlo a costa de nuestras libertades. Será así siempre, en cualquier lugar, en todos los casos?

Nos nombramos mujeres frente al sistema de cosas y frente a los hombres, pero ello no debe oscurecer que hacia adentro, entre nosotras, somos diferentes. Deberíamos aceptarnos diversas en nuestras luchas y rechazar cualquier comisariato autorizado a decidir qué está bien y qué está mal, más allá o más acá del marco de las leyes que nos regulan como ciudadanas. Ser libres con nuestro cuerpo es desacralizarlo, poder hacer de él una parodia del deseo; del deseo del otro, nada natural, igual que la necesidad de mostrarlo. Si ponemos el problema en términos del mercado, también negarse a mostrar el cuerpo erotizado para no convertirlo en objeto de consumo puede llevar a que, en ciertos casos, el valor de su intangibilidad aumente. Es justamente la pureza lo que torna preciados a niños, niñas y adolescentes en el mercado de la trata de personas. Como vemos, si seguimos pensando, la cuestión se torna muy complicada.

También, una visión moralizante del cuerpo femenino, puede llevarnos al extremo de caer en una posición anacrónica. Cuentan que a comienzos del siglo pasado, Isadora Duncan (1877-1927), atravesando algunos límites usuales de la época, forzó la situación que le permitía tener relaciones sexuales por primera vez, para “conocer el amor y despertar a la vida”. Con ese fin fue a un hotel con un tal Beaugnis, reconocido por su osadía en las lides amorosas. Ya en la habitación, ella le confesó su virginidad y él, arrodillado como pidiendo perdón, se negó a avanzar reclamándole “¿porqué no me lo dijo antes?”, para exclamar luego: “Qué crimen iba a cometer!”.2 Obviamente, no estoy pensando que quienes hoy se oponen a que las mujeres pongan en el mercado sus cuerpos en actitudes erotizantes piensen que perder la virginidad en un hotel sea un crimen; tampoco, que conocer el amor sea despertar a la vida, como pensaba Duncan. Sólo intento señalar que cien años atrás algunas mujeres que avanzaron con su cuerpo libremente también encontraran rechazos, hoy impensados.

Por otra parte, si el límite se impone especialmente por el escenario abierto adonde el cuerpo es exhibido, más que en el hecho mismo de su exhibición, puede implicar que debamos mostrarnos recatadas en el espacio público pero podemos estar autorizadas a ser fieras eróticas en lugares privados. El personaje literario y cinematográfico de la mujer “santa” de día y “diablilla” de noche, o a la inversa, se sostiene en una fantasía también erotizante.3

Las luchas de las mujeres son diversas y se orientan a los más variados ámbitos de acción: el laboral, el de los derechos civiles, el hogareño, el de las libertades sexuales, el de sus posibles opciones de género, el de disponer del propio cuerpo para ser madres, entre otros; algunos, todavía no muy claros. Muchas de nuestras demandas, incluso, pueden parecer contradictorias. Y esto es así porque las mujeres somos personas diferentes entre nosotras. No tenemos intereses comunes como un sindicato, ni compartimos un proyecto político nacional, como un partido político. Nos une solamente ser mujeres. La respuesta a lo que esa condición significa no es clara ni en el mundo de la vida, porque la mujer está cambiando, ni en la teoría feminista con sus controversias actuales. Sospecho que la polémica sobre el uso de nuestro cuerpo en el espacio público no puede dirimirse fácilmente por este motivo.

Como ya dije al principio, ninguna de las posiciones en discusión es novedosa. Quienes reclaman exhibir y mostrar su cuerpo libremente, más allá de las sanciones que reciban de otras mujeres y de ser aprovechadas por el mercado global, son una expresión desenfadada y actual de aquel carácter femenino seductor que fuera expresado de manera tanto romántica como malvada en la historia y la literatura. Es la mujer que siempre intenta atrapar al otro, especialmente a los hombres. La figura de Eva con la manzana, es una imagen fundacional de ese modo de ser mujer.

Por otro lado, se mantiene fuerte teóricamente -al menos en el ámbito académico- la corriente feminista que, desde los orígenes del activismo de las mujeres, defiende la idea según la cual la condición de hembra de la especie no aporta nada significativo ni diferente a la de macho. Prioriza la condición humana universal que une a ambos. Desde esta posición, la materialidad del sexo –cuerpos sexuados de la mujer y del hombre- es producida por la repetición de las reglas que la regulan, a veces con violencia. En otras palabras, si imaginamos suspendidas u olvidadas las reglas que dicen qué corresponde pensar o hacer según uno esté sexuado como hombre o como mujer, todos seríamos personas indiferenciadas, aptas de igual manera para interactuar socialmente en cualquiera de los ámbitos en los que nos movemos cotidianamente. Por ejemplo, en esa institución llamada familia, cuyas tradiciones todavía subsisten a lo largo y a lo ancho del planeta, aunque no sabemos si existiría o cómo se podría llamar en ese mundo pleno de olvidos, el pene no significaría la autoridad, ni la norma, ni la ley, ni tampoco la obligación de ser proveedor económico. Igualmente, la vagina no nos retendría en el ámbito doméstico, limpiando, haciendo de comer, ni esperaría de nosotras amor y armonía, mientras cuidamos niños y ancianos. Cualquier persona, hombre o mujer, podría desarrollar sus capacidades y talentos en el campo correspondiente sin sentirse fuera de lugar. En este mundo de olvidos, también, seguramente, habría muchos más hombres amorosos que se encargarían de lo doméstico y muchas más mujeres eficientes y capaces que serían aceptadas y reconocidas en trabajos no hogareños.

Desde esta perspectiva, aquello que nos diferencia orgánicamente fue cargado de significados diferentes, funcionalmente especializados, de manera caprichosa, cómoda o interesada –según se prefiera- por la especie humana en su devenir histórico. Entonces, potenciar el valor de la diferencia corporal sexuada, convirtiéndola públicamente en arma erotizante al servicio del mercado, es un camino que refuerza aquello que nos diferencia, colocándonos en un lugar subalterno en la jerarquía social. “Allí adonde hay diferencias hay jerarquías”, dice un viejo lema del universalismo igualitarista.

He tratado de mostrar que hay razones para resaltar nuestra diferencia con los hombres y también las hay para decir que somos iguales. No obstante, pienso que no debiéramos buscar motivos para no estar juntas en nuestras luchas cotidianas, especialmente en el camino que nos lleve a evitar que nos maten por ser mujeres. Hoy, la urgencia es evitar que nos maten y las estrategias que se derivan de ambas posiciones pueden conducirnos a ese mismo fin fatal. En un caso, por deseo de posesión; en el otro, por mantener o recuperar el poder y la autoridad. Conocemos que en la vida real frecuentemente se entremezclan las prácticas implicadas en ideas y teorías, a veces opuestas; esto quiere decir que en muchos casos las mujeres podemos morir por ambos tipos de razones, al mismo tiempo.

Mabel Grillo

1 Respuesta de Jimena Barón a Julia Mengolini, quien había criticado dichos suyos referidos a su empoderamiento como mujer al usar libremente su cuerpo. Diario La Nación, edición del 25/01/2019
2 Franco, L. (1962) La hembra humana. Ed. Futuro. Bs. As.(pp.191)
3 La Película “Belle de Jour” (1967), con Catherine Deneuve, dirigida por Luis Buñuel, es un ejemplo bien ilustrativo de estas producciones.

Matar a las mujeres

Matar a las mujeres

Antes de que se cumplan las treinta horas del asesinato de una mujer por ser mujer morirá otra por el mismo motivo. Cuando esto ocurre, y está ocurriendo en la actualidad, la explicación individual no explica nada.

Porqué? Porqué tantos hombres matan a mujeres? Esta gran pregunta tiene una primera respuesta que es muy obvia: lo hacen porque pueden. La pregunta que sigue requiere una respuesta bastante más compleja: porqué pueden? , cuál es la fuente de energía que alimenta ese poder? Cuando el asesinato es masivo, cuando escapa al caso que rompe la regularidad, cuando se naturaliza de manera tal que cada asesino asume su destino, casi como si no hubiera otra salida, y cada mujer que muere, aún imaginando ese final, tampoco pudo evitarlo, se está cumpliendo un mandato. En cada uno de estos asesinatos, victimarios y víctimas cumplen un mandato social. Y la sociedad no es nada abstracto: son los padres y las madres, son los socios y compañeros de trabajo, los amigos del club – del country o de un barrio cualquiera-, la cancha de fútbol y la publicidad, la iglesia, la escuela y los medios; somos cada uno de nosotros y los hombres y mujeres con los que trabajamos, estudiamos y nos divertimos; todos, actuando al consuno sin que la inmensa mayoría se dé cuenta. Como numerosos problemas sociales, la muerte de las mujeres es consecuencia no buscada pero lograda por éstos y tantos otros engranajes por los cuales circula la vida social. Son instituciones y personas de donde emana el poder que autoriza y posibilita el asesinato.

Cada uno de nosotros puede pensar: yo no hice nada, no dije nada, no ayudé a nadie; es más, estoy totalmente en contra de que ello pase. Todos podemos pensar y decir algo parecido, pero la información que circula, devela y muestra la dimensión de un fenómeno que ya no puede ocultarse, nos impide la inocencia.

Las ciencias sociales han explicado de diferentes maneras este proceso que lleva a una sociedad a matar sus mujeres. En general, estas respuestas giran alrededor de la resolución violenta de la tensión generada en lo social entre el principio igualitario universal legado por la modernidad y las estructuras del poder jerárquico, construidas y consolidadas históricamente. Me detendré sólo en dos de esas explicaciones, pues son las que vemos más frecuentemente reproducidas de manera simple en el discurso corriente.

La primera y común explicación es de corte histórico y entiende a estas mujeres muertas por sus parejas, ex-parejas, novios, ex-novios, amantes y ex- amantes como el precio que paga la retaguardia por los avances y conquistas de una vanguardia que obtuvo los logros que obtuvo a partir de las luchas feministas de los sesenta. Otra interpretación, siguiendo un modelo antropológico de las relaciones entre hombres y mujeres, asienta la cuestión en la diferencia que hay entre las dádivas y los tributos. Las primeras son propias de pares que, siendo hombres y mujeres, mantienen intercambios y se realizan favores cotidianos. El tributo, en cambio, es necesario para mantener el orden simbólico patriarcal y compensa el honor del hombre dañado por la demanda y la concesión igualitaria. Generalmente, la intimidad es el ámbito apropiado para que el hombre obtenga esa compensación que puede ser violenta.

Dedicaré unos párrafos a la primera explicación. Con Simone de Beauvoir, y muchas otras pensadoras feministas de su época, aprendimos que no nacíamos mujeres sino que nos “hacíamos” mujeres; es decir, que podíamos ser de otro modo. Simplificando: podíamos hacernos más autónomas en nuestras relaciones con los hombres. Podíamos ser madres, parejas, hijas, hermanas y amigas tal como ellos podían ser padres, parejas, hijos, hermanos y amigos. Podíamos ser todo eso de muchas maneras posibles en condiciones de igualdad, sin sometimiento ni subordinación, en una relación libre con el otro sexo. Ya no queríamos ser “El segundo sexo”, como se llamó la obra pionera de Simone de Beauvoir, escrita en 1949 y leída hasta el cansancio por las feministas de los sesenta. Mucha discusión, debate y lucha ideológica llevó esta etapa de la “liberación de la mujer”, como se llamó la cuestión en la segunda mitad del siglo XX. Los cambios culturales son lentos y siempre van junto a los económicos y políticos. Se sostiene, también, que en realidad las mujeres “nos liberamos” para sumar nuestra fuerza de trabajo a un capitalismo que en aquella época nos necesitaba pero que ahora parece no necesitarnos tanto. Quizás, sea por esto que algunas mujeres de los sectores acomodados y más jóvenes están volviendo al hogar de la mano de dietas familiares alimentarias complejas, de la nutrición materna, de la crianza personal de los hijos, lenta y contemplativa, entre otras prácticas hogareñas que llevan tiempo y dedicación gozosa. Pero, si así fuera, imagino que ya no vuelven como si no hubiera pasado nada. Aquí no tengo espacio para explayarme sobre el regreso al hogar de estos grupos.

Sea cual fuera la razón última, si es necesario que ella exista, lo cierto es que nosotras, en términos genéricos, ya estamos en la calle. Pero todos los logros y derechos conseguidos por las mujeres demandan un entrenamiento en nuestras relaciones con los hombres que no alcanzó a todas las mujeres, más allá de sus condiciones, de clase y de cualquier otro tipo. Estar alerta y expectante frente a “demasiado amor”; mirar “de frente y a los ojos con firmeza” al hombre que levanta por primera vez la voz, porque rápidamente el sonido puede transformarse en golpe; trabajar “afuera de la casa” para no depender económicamente de nuestros padres o parejas, porque el manejo del dinero multiplica el poder del hombre; no ser exclusivamente madres amorosas y dedicadas porque es una engañosa meta con la que los hombres nos mantienen encerradas y poseídas. Éstas y muchas otras máximas por el estilo eran moneda corriente en los movimientos de mujeres del siglo pasado.

La voz corrió y nutrió las expectativas de vida de muchas mujeres. Algunas, por los más diversos motivos que también aquí dejaremos de lado, no están alertas para la necesaria lucha cotidiana que estas conquistas aún implican. La revolución permanente en los hogares, en los lugares de trabajo, en la calle, exige ciertas habilidades y competencias interactivas difíciles y a veces imposibles de seguir cuando el golpe ya ha iniciado su movimiento sin regreso. Como se dice repetidamente, pero no por eso es mentira, lo más difícil de esta lucha es que la mayoría de las veces se pelea con personas que se quieren. Y también el amor fue pintado de manera perfecta para la dominación de los hombres sobre las mujeres. Así, en este escenario complejo y contradictorio de emociones, las luchas por la liberación de la mujer requieren de una gran astucia táctica y estratégica para la disputa diaria por parte de las mujeres. Convivir “de igual a igual con amor y sin violencia” es un duro objetivo cuando la materialidad del poder, es decir, toda la carga de los dados, está del otro lado. Permanecer manteniendo la dignidad en un ámbito doméstico dominado por un estado pre-político de capacidad para la lucha por la igualdad lleva a la mujer a ser golpeada o asesinada con o sin aviso. La explicación del sacrificio de las retaguardias por los logros de muchas es muy dolorosa; especialmente porque pone en el pensamiento utópico por la igualdad la responsabilidad por la inocencia de quienes mueren, sin las armas necesarias, en las disputas propias de sus relaciones con los hombres.

Otra explicación, es de corte antropológico y también subyace, aunque de manera enmascarada y simplificada, en un discurso social de gran circulación. Podría denominarse con sencillez: el asesinato por honor. Siguiendo de manera general la propuesta de Rita Segato, expuesta en su libro “Las estructuras elementales de la violencia” escrito en 2003, podemos inscribir las relaciones entre hombres y mujeres en un gráfico de dos ejes. En el eje horizontal prima la dádiva como parte del contrato entre ambos: se da, se regala, se ofrece al otro en el marco de un sistema igualitario. El eje vertical, en cambio, es definido por el tributo que exige compensación de valor porque “en los hechos”, efectivamente, hay desigualdad. Las demandas y presiones en el eje horizontal exigen recompensa fuerte en el eje vertical Así, la propia integridad y hasta la vida se tributa por parte de la mujer y se extrae por parte del hombre, para mantener el orden simbólico que garantiza y recicla el principio patriarcal. En otras palabras: la igualdad contractual o las presiones hacia ella lesionan el honor, como gran disfraz del poder en el sistema jerárquico patriarcal, que debe ser resarcido.

Las mujeres somos parte del entramado enfermo y debemos asumirlo como género logrando que cualquier explicación dé cuenta del pasado. Días atrás escuché a Esther Díaz, una reconocida profesora de la UBA e investigadora del CONICET, ya jubilada, relatando por televisión el sufrimiento y la humillación que la acompañó gran parte de su vida joven por ser una mujer golpeada. En su exposición, retomó a Primo Levi cuando dijo que la ignominia del que ejerce impunemente el poder “contamina la inocencia de las víctimas” y por ello, Ester Díaz expresaba que “en esos días” ella “se sentía deleznable”. En otras palabras, la mirada del victimario cargada de una energía social consagratoria, aunque mil veces sea negada, había logrado vencerla. Ella no podía dejar de verse como en los ojos de ese hombre golpeador veía que la veían.

Ni una más debe ser asesinada. Pero para ello tenemos la obligación de deshacer el mandato social, desatado en los orígenes de nuestro tiempo, mientras apuramos la acción.

Estamos ante un tipo de víctima muy particular y las urgencias son varias. Pienso que, a largo plazo, es prioritario disputar palmo a palmo el sentido de los afectos y las emociones como el amor, el cuidado, el deber, el honor, entre muchos otros. Ellos, tal como hoy se entienden, se expresan y se reclaman en las relaciones entre hombres y mujeres son nutrientes profundos del terreno sobre el que pisa, se asienta y mantiene el poder violento. Son estos mismos sentimientos los que en muchos casos llevan a demorar la reacción y la huída de las mujeres de la relación y el hogar violentos. Al mismo tiempo, y a corto plazo, debemos multiplicar los espacios físicos adonde puedan ir aquellas que huyen a tiempo. Si no pueden esconderse, muchas son perseguidas y alcanzadas. Además, si las mujeres en peligro conocen la existencia de un lugar adonde pueden ir, quizás mejoren las condiciones para que venzan los miedos y tomen la decisión necesaria de alejarse a tiempo.

Cuántas horas faltan para que la próxima mujer muera asesinada? Debemos develar con fuerza y cierto descaro, porque no hay tiempo para remilgos, la trampa en la que estamos: nos matan por ser mujeres y eso es lo que somos. En consecuencia, si no reaccionamos, nos seguirán matando. Nos reclama la vida de aquellas que ahora, en este momento, están siendo golpeadas, humilladas y violentadas.

Mabel Grillo
* Publicado originalmente por la Editorial UniRío de la Universidad Nacional de Río Cuarto, en el mes de setiembre del año 2015. Ha sido distribuido repetidamente en las marchas NI UNA MENOS realizadas en la ciudad de Río Cuarto.

Los partidos políticos y “Ni una menos”

Participé de la última marcha “Ni una menos” en Buenos Aires1. Volví a experimentar una incómoda situación que ya me había ocurrido en la marcha anterior, pero aquella vez en Río Cuarto: el uso político partidario del problema de la violencia contra la mujer. Quiero resaltar claramente que no digo uso político sino uso político partidario. Porque la marcha en sí es un instrumento de uso político. En una amplia definición de la política toda acción es política y si marchamos es porque lo hacemos en contra de un estado de cosas que queremos cambiar.

Queremos que dejen de matarnos por ser mujeres. Nos matan por ser mujeres cuando nos matan porque somos esposas, amantes o novias; es decir que nuestra “condición femenina” se constituye en la relación que tenemos con nuestros asesinos. Y esa condición es independiente de ser peronista, radical, de cambiemos o socialista. No tenemos estadística de la distribución partidaria de las víctimas, ni de los criminales, pero si las tuviéramos tampoco importaría porque esas muertes no tienen el color de los partidos políticos sino el de una lucha que exhibe lo político en otra arena: la de la cuestión de género.

Los enemigos son distintos en cada caso. Si, como se dice ahora, toda política marca un adversario o un enemigo, en la acción política de las mujeres cuando marchamos contra los asesinatos de las personas de nuestro género el enemigo no es ningún partido político sino que somos todos y todas quienes dejamos de hacer algo que podríamos haber hecho para evitarlo. Los asesinos de las mujeres no las matan por el partido al que pertenecen sino por ser mujeres. Tampoco la inmensa mayoría de las mujeres que marchan están como peronistas, radicales, socialistas o de cambiemos, están como mujeres.

Si es tan simple y muy clara la diferencia: porqué entonces algunos representantes de partidos políticos insisten en las marchas en cambiar el enemigo?. No quedan más que dos respuestas: porque no entienden nada u otra, que es peor aún: porque parten de la premisa de que las mujeres que estamos allí no entendemos nada. Cuando los partidos irrumpen con sus cánticos partidarios en el escenario de las marchas, y especialmente cuando lo hacen en contra de otros partidos no a favor de sus posibles logros en el tema, insultan la condición por la cual nos matan. En particular lo hacen aquellas mujeres que colocan su partido político por encima de su condición de género, cuando de defender a las mujeres se trata. Apoyaríamos a un golpeador peronista cuando su víctima mujer es radical?. Defenderíamos a un asesino por ser radical o de cambiemos si la mujer que mató es peronista?. Por favor!. En las marchas “Ni una menos” somos mujeres poniendo en evidencia que nos matan por ser mujeres.

Los partidos políticos son parte sustancial de la política institucionalizada e indudablemente, en ese sentido, tienen mayor poder operativo para la transformación que las marchas y las manifestaciones públicas que podemos hacer las mujeres en tanto colectivo ciudadano. Las mujeres que actúan en partidos políticos pueden trabajar dentro de sus partidos para lograr leyes y condiciones que mejoren la situación de la mujer. Hay cuestiones ya legitimados a las que nadie se podría oponer, al menos públicamente, en las cuales no obstante es necesario trabajar mucho en la gestión, instrumentación e incluso en aspectos legales desde los partidos políticos como son la eliminación de la trata, la igualdad de salarios, la multiplicación de refugios, el cumplimiento cierto de las penas a los agresores y asesinos de mujeres, entre otras. Son demandas aceptadas que necesitan avances más claros y cuyo logro definitivo podría ser exhibido orgullosamente en las marchas Ni una menos por las mujeres que representan a los partidos, porque nos unen como mujeres.

Pero hay temas en los cuales el papel de quienes hacen política partidaria activamente es más decisivo por la necesaria definición ideológica que debieran asumir y que a nosotras pueden dividirnos en tiempos en que los asesinatos diarios nos necesitan unidas. Un tema emblemático para mostrar la productividad creativa de quienes privilegian arriesgar ideas cuando trabajan desde los partidos políticos, antes que intentar copar las marchas, es la legalización del aborto. Los partidos políticos podrían constituirse en promotores de los debates que la sociedad en su conjunto posterga. Es entonces cuando es muy probable que algunos partidos prefieran no tomar posición oficial porque seguramente deben contener diferencias sobre el particular y no necesitan divisiones. Nosotras, en las marchas “Ni una menos” también tenemos una urgencia práctica y no es que nos voten: debemos llamar la atención sobre los asesinatos de mujeres y para ello necesitamos ese espacio en el que sería pertinente suspender todas nuestras diferencias. Ser mujer es una muestra irrevocable de la pluralidad humana y las mujeres nacemos asumiendo nuestra otredad en un mundo definido masculino. Ese carácter “otro” que nos marca y repetidamente sufrimos debiera obligarnos a respetar y exigir que se respete la pluralidad en los demás órdenes de la vida social.

Mabel Grillo
* Publicado en diario Puntal de Río Cuarto, 29 de octubre de 2016. Pg.2

1 Me refiero a la marcha realizada en octubre de 2016, en la avenida9 de julio. Llovía bastante y la cantidad de paraguas le daban a la marcha un tono emocional, singular e impactante. Recuerdo que me preguntaba si esa sensación respondería a los paraguas que veíamos en las fotos del 25 de mayo que los destruidores de mitos dicen que no existieron. También recuerdo que una vez finalizada la marcha fui con mi pareja a un bar cercano. Cuando salíamos del lugar, al abrir la puerta vimos que tenía un cartel que no habíamos percibido al entrar, en el apuro por guarecernos del la lluvia. Decía: Ni una más. Hoy, cuando subo este texto al blog, a casi tres años del incidente, me pregunto si todavía lo exhibe. Si así fuera, nos faltan muchas marchas y algo más.

La ideología de género y la cuestión sexo/género

La ideología de género y la cuestión sexo/género

Parte del discurso de quienes se oponen a la implementación de la Educación Sexual Integral en las escuelas es que la aceptarían si en sus clases se hablara solamente de “la cuestión orgánica” “o física” o, algo análogo, dicho de otro modo.

Es imposible separar sexo de género. Es como si se pudiera hablar de los órganos sexuales sin implicar los significados que ellos asumen socialmente. Al hablar del cuidado de la salud cuando se tienen relaciones sexuales, se debe hablar del pene y la vagina. Son términos que remiten a hombre y mujer, y hombre y mujer no significaron siempre lo mismo en todas las épocas, tampoco significan lo mismo en todas las culturas, y ocurre que no pueden ser asumidos de una sola manera por todas las personas. Remitiré a un ejemplo trivial de la historia contemporánea que me parece ilustrativo. Cuando en su juventud Alfonsina Storni fumaba en los bares era “una bohemia excéntrica” que pocas mujeres se atrevían a imitar, por la condena social que seguramente recibiría en las mujeres corrientes esa conducta demasiado varonil y mundana. Ser mujer imposibilitaba fumar en los bares. Luego, pasado el tiempo, cualquier mujer pudo fumar en los bares, al igual que lo hacían los hombres, pues no existía glándula ni red neuronal de la que dependiera esa práctica. Hoy, la salud se valora más que la libertad de fumar en cualquier lugar y ello hace que ni hombres ni mujeres pueden hacerlo en los bares. Hemos aprendido que fumar hace mal a la salud. De esta manera, la salud, eso tan “orgánico” y común a hombres y mujeres, ha cambiado de concepción e importancia.

Para seguir con el tema de lo orgánico o físico en las cuestiones de sexo/género, recuerdo que en un encuentro académico, realizado muchos años atrás, un reconocido biólogo expuso un tema en el que debió tratar la reproducción sexual humana. Después de dibujar el óvulo con forma redonda y el espermatozoide como una flecha, dijo: “El óvulo es redondo, tranquilo y sedentario como tiende a ser la mujer y el espermatozoide es móvil y avanza como el hombre”. Los objetos redondos se mueven o trasladan sólo con un pequeño envión, basta pensar en ese transformador invento de la humanidad que es la rueda. Es más, si el terreno está en bajada algo redondo se mueve solo. Pero, a este científico eso se le había pasado por alto. Es indudable que en el modo de ver la redondez del óvulo, en esa definición formal de algo tan orgánico, estaban las ideas de la época acerca de la vida sedentaria de la mujer en el hogar, por lo cual ella “no pudo conquistar el mundo como el hombre”.

Otra consigna común entre quienes se oponen a la implementación de la ESI es que contiene ideología de género. Cuando las explicaciones sociales se fundaban en leyes divinas, históricas o naturales inevitables, la ideología se consideraba una tergiversación de esa complejidad abstracta que llamamos realidad. Desde esta perspectiva, la realidad sería el sexo clasificado en masculino y femenino, significado de manera universal y eterna. Así, la ideología implicaba a un sujeto convencido erróneamente de lo que es verdaderamente real; pues, si lo conociera no pensaría así. Hoy, hemos aceptado que la realidad social no es de una manera, universal y eterna, sino que los humanos la construimos históricamente y somos conformados por ella. Una derivación lógica de esa premisa lleva a concebir a las ideologías como sistemas de ideas en pugna acerca de lo que existe, es bueno y es posible. Así, se desmarcan de cualquier definición unívoca y generalizadora de lo que es la realidad y se conciben como opciones en la selección de aspectos de “las cosas” que en su existencia se expresan de manera multidimensional, compleja y cambiante.

En el país existen miles y miles de personas que sufren maltrato, degradación y hasta son asesinadas por su género. Son mujeres, gays, lesbianas, travestis, que habitan un territorio bajo la soberanía de un Estado que está obligado por su constitución y sus leyes a garantizarles la ciudadanía plena. Es bueno y posible que cumpla con ese mandato fundacional.

Podemos aceptar que haya personas que piensen que un niño vivirá mejor desconociendo las posibilidades y obligaciones que la perspectiva de género le ofrece. No obstante, el Estado está obligado a formar a sus futuros ciudadanos y, como tales, los hijos de todos deben aprender que tienen el derecho a exhibir la diferencia que asuman y tienen el deber de aceptar la de los demás. El Estado es el garante de que los derechos y deberes que expresa la ciudadanía sean efectivos y no se me ocurre mejor lugar que la escuela para que asuma la obligación de formar a sus ciudadanos. Esto es así, porque los hijos de todos, incluidos los de quienes están en contra de la ley, son futuros ciudadanos. Y, aunque quede antipático decirlo, las leyes son objetivamente obligatorias, justamente para quienes no están de acuerdo con ellas. Quienes subjetivamente las aceptan ya las han incorporado como norma.

Mabel Grillo
* Publicado en diario Puntal de Río Cuarto, 14 de diciembre de 2018. Pg.2

Educación sexual en las escuelas y ciudadanía

Educación sexual en las escuelas y ciudadanía

Durante los debates sobre la legalización del aborto, los representantes de variadas posiciones insistieron en la necesidad de incluir educación sexual en las escuelas. En el año 2006 había sido aprobada la ley de Educación Sexual Integral y, después de más de diez años, todavía no se aplicaba en un gran número de escuelas. Era la oportunidad de avanzar en ese sentido. No obstante, cuando ello comienza a producirse surgen incidentes y disputas vinculados a su aplicación. Así, pasamos del acuerdo al desacuerdo. Quedó en evidencia una cuestión común en los intercambios comunicativos, generalmente ocurre que damos por sentado el significado de los términos que usamos. Uno de los principales motivos por lo que esto sucede es que si quisiéramos dilucidar, más o menos refinadamente, aquello que queremos decir o que estamos escuchando, nuestras interacciones en la vida cotidiana se tornarían agotadoras. Cuando se debaten, aprueban y reglamentan leyes, por más horas que nuestros legisladores discutan tratando de acordar y compartir significados, también el lenguaje exhibe su opacidad. Y lo hace aún con mayor intensidad en las situaciones en las cuales se ponen en acto las políticas implicadas en las leyes. Lo interesante del asunto es que si nos damos cuenta que disentimos es porque podemos entendernos. Pero, para seguir especificando las posiciones es necesario el trabajo de la argumentación.

Se dice que en esa asignatura se tratan cuestiones que no tienen que ver con lo que debiera enseñarse, a pesar de que hay cuadernillos del Ministerio de Educación que los docentes deben seguir. Aún así, debo admitir que más de una vez he disentido con lo que le han enseñado a mis hijos en la escuela; por ejemplo, en historia argentina contemporánea, o en el tratamiento dado a cuestiones centrales como el sentido de la vida o el origen del universo. He fijado mi posición ante mis hijos en casa y, cuando he podido, con los docentes.

Lo particular del caso de la implementación de la educación sexual en las escuelas es que ha surgido una línea de opinión que se opone a consensos ya establecidos en nuestra sociedad nacional, los cuales son sumamente necesarios para la orientación de las políticas públicas. Demás está decir que en tanto corresponden al ámbito de lo público, como lo común y lo compartido, esos consensos son paralelos e independientes de creencias religiosas, culturales u otras de carácter particular. Tal como debe ocurrir siempre con los acuerdos necesarios para la propuesta e implementación de todas las leyes, en este caso como en tantos otros, en un estado laico de una sociedad nacional plural.

Los consensos ya asumidos, palabras más palabras menos, se sustentan en los principios fundamentales de la constitución del Estado Nacional Argentino que debió enfrentar los embates propios de la tradición, como todos los estados nacionales modernos.

La constitución del Estado Moderno se desarrolló a pesar de las redes de parentesco, de linaje, tribales y hasta caudillescas que organizaban la vida privada y las relaciones de lealtad del mundo social. Sabemos que ellas perviven en el mundo íntimo y privado de las relaciones cotidianas, y, a veces, no tan cotidianas; pero, históricamente, la modernidad y, en su marco, el estado como el poder público que representa el orden político moderno, tuvo como misión desanclar de esos espacios de fuerzas locales a quienes vivían en el territorio que debía administrar. Sus desmanes se hicieron bajo la promesa del otorgamiento de la ciudadanía. Una condición poderosa que igualaba ante la ley liberando a los humanos de su territorio nacional de los poderes fundados en jerarquías vinculares de lealtades de variado tipo. No obstante, el mundo patriarcal, tal como todavía existe hoy, en nuestra época, toma la forma de esos poderes.

Si el estado moderno liberal nos liberó de aquellos yugos pero nos ha subyugado a redes económicas de poder, sometiéndonos a la producción y el consumo, es otra batalla que debemos enfrentar. Pero ésta es “otra” cuestión que se debate al mismo tiempo; no es la misma.

Quienes se amparan en la tradición para oponerse a la educación sexual integral en las escuelas suelen usar como contraargumento que las dos cuestiones van de la mano. Sostienen que el logro de los derechos a la identidad de género se asienta en el proceso de individualización y diferenciación que promueve el tipo de mercado del momento actual del capitalismo. Como bien ha argumentado Nancy Frazer, el derecho al reconocimiento de la identidad de género es uno y diferente al de la distribución de la riqueza y no hay porqué optar por uno u otro. O bien, son dos luchas que se llevan adelante al mismo tiempo, o bien, el logro del reconocimiento de las diferencias allana el camino para mejorar la distribución de la riqueza; las mujeres algo sabemos de eso. En otras palabras, un estado moderno está obligado a otorgar y hacer respetar la condición ciudadana de sus habitantes, sin tener en cuenta sus diferencias posibles de raza, religiosas, culturales, sociales y de género.

Sólo la ampliación permanente de la condición ciudadana permite mantener la utopía de los reclamos por el logro de la igualdad, en el ámbito de una sociedad nacional plural. A la escuela le corresponde el papel de formar personas capaces de participar en el espacio público; es decir, ciudadanos que reconozcan, asuman y defiendan sus derechos y aprendan a aceptar sus obligaciones. En la educación sexual integral se involucran importantes derechos y deberes vinculados a la salud, a las relaciones con los demás, a la aceptación de si mismos y de los otros.

Mabel Grillo
* Publicado en diario Puntal de Río Cuarto, 7 de diciembre de 2018. Pg.2

A pesar de todo, sólo la política

Para vivir debemos convivir y convivir implica vivir con quienes tienen deseos, opiniones, valores, y creencias diferentes. En democracia, la política organiza la convivencia de esa pluralidad a través de filiaciones partidarias diversas que concitan las identificaciones de los ciudadanos. Todas las identificaciones nos caracterizan y nos diferencian de otros. La identidad personal, la identidad de género, la nacional, la religiosa, etcétera, nos dan seguridad y lugar en el mundo, a costa de diferenciarnos. Según la nacionalidad, somos argentinos no chilenos ni brasileños, según la religión podemos ser judíos y no católicos. Cara y anverso del mismo proceso, ser uno y no ser el otro es una dimensión indivisa de nuestras identificaciones.

El acento puesto en la dimensión negativa, aquella que nos diferencia, en las identificaciones políticas actuales, requiere extremar nuestra atención sobre el modo en el que podemos viabilizar de mejor manera la confrontación permanente.

Cuando intensificamos el sentido negativo de nuestras identificaciones políticas invalidando lo que “no somos”, lesionamos el principio democrático que demanda la aceptación de la representación de las diferencias político partidarias en la discusión pública de los intereses de todos. Vale repetir que esa representación debe darse con la presencia activa de los diferentes partidos y sectores de interés y opinión en los debates públicos y en la conformación, el respeto y el libre funcionamiento de los poderes del estado, siguiendo formas que sin buscar la eliminación de las diferencias permiten la convivencia.

En nuestros países latinoamericanos, durante varios años, despreciamos la democracia como sistema de gobierno. La acusación común al sistema democrático era su “mero formalismo”; los contenidos de “orden conservador” o de “transformación revolucionaria” eran prioritarios a esa forma de organización política, a veces muy deliberativa, que presenta el funcionamiento de las instituciones democráticas. Pero “llegó la noche” y comprendimos que las formas no eran “meras” formas sino que allí residía el gran valor de la democracia. Aprendimos que sin democracia la forma es cruel. Son las formas de la democracia las que tornan posible y legítima la acción, sin negar las diferencias políticas irreductibles. Sin el respeto a esas formas, se tiende al totalitarismo.

Dicho sea al pasar, aún en democracia, el periodismo conoce bien esa aspiración permanente a la ocupación total del sentido de la conversación en el espacio público. Las persecuciones y escraches a periodistas, el espionaje de sus actividades y los aprietes en general de los que pueden dar cuenta numerosos periodistas, son parte de ese juego de amagues totalitarios. Como contracara, la extrema susceptibilidad de algunos periodistas a la crítica de sus críticos también indica escasa aceptación al desacuerdo. Además, las redes virtuales prestan un escenario en el que se exhibe con transparencia el tufo autoritario que, también, anima a un gran número de ciudadanos.

Nuestra nacionalidad, como otras, tiene una historia de ambiciones totalitarias. No se construyó con las diferencias culturales existentes ni aceptó con facilidad que los inmigrantes practicaran espontáneamente sus tradiciones. Compartimos esa historia; otro aspecto constituyente de las identidades. El blanqueamiento o el mestizaje acelerado, muchas veces a la fuerza, cuando la religión y la educación no alcanzaron, fue una de las estrategias de aculturación de la pluralidad y de consolidación de una Argentina imaginada culturalmente homogénea y naturalizada como un logro. Cabe preguntarnos si la fuerza de esas formas de negación de las diferencias culturales se diseminó en la cultura política local produciendo identificaciones partidarias que niegan el pluralismo, al estar embebidas de aquel deseo original que en política implica la pasión por un acuerdo total imposible.

No obstante, la grieta político partidaria deja al descubierto una debilidad constitutiva de las identificaciones negativas: nadie es solamente contra el otro y sin el otro. Aquello que nos diferencia es parte de lo que somos; necesitamos la diversidad. Cuando nos absolutizamos –“tomamos todo”- saturamos la paleta de colores y nuestra tonalidad comienza a esfumarse, a centrifugarse, arremolina hacia adentro. La diversidad negada hacia el exterior busca el interior; entonces, ya no somos uno sino varios u “otra cosa”.

Si aceptamos las formas de la democracia para encauzar nuestros antagonismos, la política es la única herramienta que tenemos para hacer posible una convivencia sin exclusiones que nos permita imaginar y actuar en nombre de futuros posibles.

Mabel Grillo
* Publicado en La voz del Interior, 24 de julio de 2020